Resulta que a veces me sorprendo de mí misma. En las buenas y en las malas. Sucede que me miro y no puedo evitar no reconocer a este ser que se presenta delante mío. ¿Qúe quiere de mí y a qué a venido? No es quien yo conocía. Observo. Se parece mucho a alguien que tengo en el recuerdo, pero no logro precisar quién. Esta persona tiene, además, la osadía de hablar cuando hablo, de sonreír si lo hago o de mirarme reprobatoriamente si yo intento lanzarle una de mis miradas acusatorias. Quiero que se vaya, que desaparezca. No me gusta lo que este ser causa. Desasosiego, malestar, lágrimas, dolor, separación.
Resulta que ella viene a presentarse cuando yo me presento. Ella dice estar en el lado original de nuestra existencia y piensa que yo copio lo que ella hace. No. Desde mi lado, puedo asegurar que es ella quien imita. Es ella quien ha cambiado. Ella me ha cambiado a mí. No sé hasta qué punto nos podamos soportar, pero hay límites para todo. Nuestro límite es el cristal que nos separa, que hace que seamos la misma, pero al mismo tiempo una distinta de la otra. Una es evidencia de la otra.
Resulta que yo miro desde fuera y desde dentro. Ambas vienen, simúltaneas. Mi trabajo es solamente unirlas, esos segundos, esas dimensiones, esas refracciones. Una quiere cruzar para abrazar a la otra, pero no lo saben; y piensan que se odian, se recriminan cosas que no existen en el lado de quien está en frente. Son la misma, son hermanas. Pero, al mismo tiempo, no son. Quizá ninguna existe y soy solamente yo quien revela fantasmas de mundos diferentes.
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